lunes, 25 de abril de 2011

TITULARES #6 ABRIL 2011

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>La imagen de fondo de esta edición es de Carolina Galli. Serie: Vetro espresso

REFLEJAR / DESAPARECER. Arquitectura y paisaje a través del cristal

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LA ARQUITECTURA Y EL PAISAJE son un binomio ciertamente extraño de difícil balance, pues en la medida en que toma presencia alguno siempre es en menoscabo del otro. Hay en paisaje urbano, por ejemplo, un constructo que en el mejor de los casos pretende proteger nuestra vida —muy humana— de la inmensidad del paisaje-territorio. Nos crea un mundo artificial distinto del natural, un límite, un adentro y un afuera. Sin embargo, en la medida en que el proceso de urbanización civilizatoria se ha ido consolidando a escala planetaria, mucho del paisaje-territorio ha quedado adentro, pasando a integrar lo que se ha dado por llamar, el ‘paisaje ordenado’.
    Pero no podemos dejar de ser seres naturales, seres inevitablemente ligados a la naturaleza, tampoco nuestro entorno artificial puede sustraerse de las condiciones ambientales. A veces, al hacer Arquitectura aprendemos del paisaje y logramos un equilibrio magnífico entre ambos; pero otras muchas, no tanto. En todo caso, el paisaje no tiene nada que aprender de la Arquitectura.
    Sin embargo, aún quedan fragmentos del paisaje-territorio que podemos evocar dentro del gran paisaje-ordenado. Por ejemplo, en la Puerta de nubes, de Anish Kapoor, el 80% de su superficie refleja el hermoso cielo de Chicago, la ciudad del viento, pero siempre bajo la tutela del skyline de la ciudad, tanto o más famoso que su cielo. La Serpentine Gallery Pavillion, de Sejima y Nishizawa, otro ejemplo, es una hermosa nube temporal de metal que no refleja al cielo: lo fragmenta con los reflejos del suelo que la ancla. Jean Nouvel incorpora un cedro del Líbano, Arbol de Libertad, plantado por Chateaubriand en 1823 al evanescente diseño de su Fundación Cartier, pero le coloca, contradictoriamente, dentro de una maceta. La doctora Edith Farnsworth demandó a Mies van der Rohe —de lo que se hizo eco una revista con el nombre de House beautifull— por exceso de exposición al paisaje. La tumba en Piribebuy de Solano Benítez, a mi juicio el más honesto y profundo, trata el tema con mucha gracia al representar el origen de toda esta historia y demarcar sutilmente un territorio: establecer un límite, un adentro en un afuera.
    Cuando Alicia, el personaje de Lewis Carroll, vence su reflejo y traspasa el espejo en Through the looking-glass, descubre para su tranquilidad que con ella también están todos los objetos de la habitación. No es sino pasado un tiempo cuando nota, sin embargo, que hay algo distinto en ellos: algunos tienen vida. Todos los ejemplos citados anteriormente tienen —todos— algo en común, aparte de buena publicidad: explotan esa cualidad transparente, reflejante y cambiante del cristal, pero también en ellos cobran vida algunos ideales y algunos ídolos.
    No hace ni un siglo atrás, Paul Scheerbart anunciaba la necesidad y el comienzo de una etapa superior de nuestra cultura, ligada casi exclusivamente a una arquitectura de cristal (Glasarchitektur,1914), llamada a materializar los ideales de una sociedad más igualitaria. De allí que la cualidades del cristal comenzaran a representar para muchos arquitectos los ideales de libertad, transparencia y, ¿por qué no?, democracia. Pero llegó el día en el que las corporaciones se apropiaron del cristal y aquellos ideales se desvanecieron. Cambiante, como es el reflejo, llegó a asociarse con poder y estatus: los ideales se transformaron en ídolos. No hay sino que pasearse por Caracas para constatar lo que aquí expongo. Cuando esto sucede con la arquitectura ésta se separa del paisaje y cae, inevitablemente, en la tentación de la hipocresía y la superficialidad.

ORA ET LABORA: magia y paisaje



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HOY POCOS EDIFICIOS establecen una relación entre arquitectura y paisaje como la abadía Benedictina de Güigüe, el último proyectado por Jesús Tenreiro Degwitz. En esta edificación que se apodera con gran maestría del paisaje circundante, Tenreiro dejó plasmada un alma para el edificio: “el claustro”, que como corazón latiente le da vida y articula todo el proyecto desde el punto de vista estructural, formal y funcional.
    La topografía existente era irregular y con variaciones de altura considerable, con lo que la implantación de edificio era toda una proeza. Jesús Tenreiro tomó este desafío como punto de arranque del edificio, el cual se posa sobre el terreno creando una interdependencia mutua del exterior y el interior. El paisaje existe porque allí está la Abadía como huella inconfundible del hombre.
    Una solicitud hecha al arquitecto por los monjes fue que el edificio se desarrollara en un solo nivel, para evitarle a los sacerdotes de mayor edad subir y bajar escalinatas. Jesús Tenreiro se propuso también que se le imprimiera al edificio el lema de la institución: ora et labora, es decir, reza y trabaja. Por todos esos detalles el monasterio de Güigüe está lleno de amor y de poesía, que se despliega por toda la edificación y se manifiesta en el manejo incuestionable de su funcionalidad, firmeza y belleza, pero sobre todo porque el arquitecto supo atrapar el genius loqui existente en el lugar, la magia del sitio.
    El edificio originalmente fue pensado por Jesús Tenreiro como una cruz que se implantaba en el lugar, a partir de un estudio profundo de la vida de los monjes, y del análisis de los posibles recorridos que ellos deberían hacer diariamente. Estos son los aspectos que generan la idea de la edificación como representación de una esvástica, forma que permite encerrar un centro con cuatro brazos, los cuales se dinamizan a través del claustro, al tiempo que este último constituye el centro y el corazón del complejo.
El edificio podríamos decir que es como un gran barco secreto y oculto en la montaña. No se ve desde el pueblo de Güigüe. Los brazos de la cruz se encuentran flotando sobre el terreno y lo único que los sujeta a la tierra es “la oración”, representada por su “claustro” (corazón) y por “la iglesia” (cabeza), que como ancla lanzada desde el cielo fija de manera perfecta la construcción al territorio, apropiándoselo.
    La Abadía es una pequeña ciudad dentro de un lugar favorecido por la naturaleza, que se arma por el cruce de dos ejes: el Norte-Sur, dominado por la oración y el trabajo, y el Este-Oeste, marcado por la permanencia y silencio de las celdas de los monjes y la hospedería. El brazo de las celdas de los monjes tiene la vista privilegiada del Lago de Valencia; su brazo opuesto, el de las habitaciones de los huéspedes, se orienta hacia un bosque frondoso, con variadas especies vegetales y fauna.
    La forma del edificio contribuye con la atmósfera de paz y silencio que debe reinar en un lugar dedicado a la oración. Los monjes, además del hospedaje y comodidades necesarias, brindan la paz y la tranquilidad para que el huésped pueda encontrarse consigo mismo. La edificación, por su lado Norte, contacta con el exterior a través de un espacio intermedio —o Nártex— que se conecta a una plazoleta de acceso a la iglesia, desde donde se puede admirar el paisaje dominado por la presencia del Lago de Valencia. Alrededor del edificio se conformó una serie de planos inclinados de topografía modificada, con leves pendientes de grama, que le da realce al conjunto. También frente al comedor y la cocina se puede disfrutar de un gazebo, en una plataforma jardín que vincula el piso noble del edificio con las escalinatas que bajan al terreno firme desde donde, por caminos articulados entre la vegetación del bosque, se llega al lugar donde reposan los monjes fallecidos, entre los cuales está el Padre Otto Lohner, personaje clave en la concepción y realización de esta maravillosa obra.
    Dicen que una obra maestra de arquitectura es viable si se dan tres condiciones ideales: un excelente arquitecto, un cliente oficioso y un constructor eficiente. Alabemos a Dios porque en esta edificación se cumplieron a cabalidad estas tres condiciones, dejando como resultado una invalorable herencia para la Venezuela de hoy y del mañana.

El arte de construir ciudad

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"El hombre es la medida de todas las cosas..."
Protágoras

NO ES POSIBLE PENSAR LA CIUDAD sin pensar en su gente. Las grandes avenidas, paseos, parques, plazas y otros espacios públicos imprimen en la ciudad el sello que las hace particulares y, en ocasiones, desnudan sus bondades y evidencian sus debilidades. Por otra parte, el emplazamiento geográfico de la ciudad y su morfología la acotan y definen. Revelar la ciudad que invita, que atrae, que convoca, plantea invariablemente la creación de espacios que signifiquen el disfrute y el encuentro entre la gente: que generen asombro y, por qué no, un alarde de urbanismo.
    El artista Jaume Plensa (Barcelona, España), con la obra Crown Fountain (2004), ubicada en el Parque Millenium en Chicago USA, logra incorporar de forma magistral su trabajo, pleno de humanidad, al espacio público. Representa una atrevida intervención que, por sus dimensiones, se integra naturalmente a la silueta urbana de Chicago: son dos torres-fuentes de 15,2 metros de altura construidas con ladrillos de vidrio y piso de granito negro entre ellas, acompañadas con la proyección de videos, iluminación y un versátil manejo del agua. Es una fuente que proyecta rostros grandes y proporcionados con respecto a la escala urbana, conocidos y desconocidos pero siempre reconocibles, por ser los rostros de la ciudad, de los auténticos protagonistas y actores anónimos que la habitan.
   El camino está trazado para la reflexión: la alternativa de una ciudad (de nuestras ciudades deterioradas) reclama entender que quienes hacen la ciudad son los hombres (la gente) que la viven, que conviven en ella.





Crown Fountain (2004)

Fragmentos de: Espacio basura. Rem Koolhaas. Premio Pritzker año 2000



El “espacio basura” es la suma total de nuestro éxito actual; hemos construido más que todas las generaciones anteriores juntas, pero en cierto modo no se nos recordará a esa misma escala. Nosotros no dejamos pirámides. Conforme al nuevo evangelio de la fealdad, hay más “espacio basura” en construcción en el siglo XXI que lo que ha sobrevivido del siglo XX… Fue una equivocación inventar la arquitectura moderna para el siglo XX. La arquitectura desapareció en el siglo XX; hemos estado leyendo una nota a pie de página con microscopio, esperando que se convirtiese en una novela; nuestra preocupación por las masas nos ha impedido ver la “arquitectura de las personas”.

La continuidad es la esencia del “espacio basura”; éste aprovecha cualquier invento que permita la expansión, despliega una infraestructura de no interrupción: escaleras mecánicas, aire acondicionado, aspersores, barreras contraincendios, cortinas de aire caliente… El “espacio basura” está sellado, se mantiene unido no por la estructura, sino por la piel, como una burbuja.

El aire acondicionado ha lanzado el edificio sin fin. Si la arquitectura separa los edificios, el aire acondicionado los une. El aire acondicionado ha impuesto regímenes mutantes de organización y coexistencia que la arquitectura ya no puede seguir. Un solo centro comercial es ahora el trabajo de generaciones de planificadores de espacios, técnicos de reparaciones y montadores, como en la edad media; el aire acondicionado mantiene nuestras catedrales (todos los arquitectos pueden estar trabajando en el mismo edificio sin darse cuenta…)

La iconografía del “espacio basura” es 13% Roma, 8% Bauhaus y 7% Disney (casi empatados), 3% art nouveau, seguido de cerca por el estilo maya… El “espacio basura” es un ámbito de orden fingido y simulado, un reino de transformación morfológica… Los trazados implican una repetición o, en última instancia, unas reglas descifrables; el “espacio basura” está más allá de la medida, más allá del código… Como no puede captarse, el “espacio basura” no puede recordarse.

El neón significa tanto lo viejo como lo nuevo; los interiores hacen referencia a la edad de piedra y a la era del espacio al mismo tiempo. Igual que el virus desactivado de una inoculación, la arquitectura moderna sigue siendo esencial, pero sólo en su manifestación más estéril, la high tech (¡que parecía muerta hace sólo una década!); ésta deja a la vista lo que las generaciones anteriores mantenían en secreto: las estructuras surgen como los muelles de un colchón; las escaleras de emergencia cuelgan en un didáctico trapecio; las sondas atraviesan el espacio para proporcionar fatigosamente lo que de hecho es omnipresente, el aire libre; hectáreas de vidrio cuelgan de una telaraña de cables; pieles tersamente estiradas encierran débiles fiascos. La transparencia sólo revela todo aquello en lo que no podemos tomar parte.

El “espacio basura” se despoja de la arquitectura igual que un reptil muda de piel, y renace cada lunes por la mañana. En la construcción anterior, la materialidad se basaba en un estado final que sólo podía modificarse a costa de una destrucción parcial. En el mismo momento en que nuestra cultura ha abandonado la repetición y la regularidad como algo represivo, los materiales de construcción se han vuelto cada vez más modulares, unitarios y estandarizados; la materia viene predigitalizada…


Koolhaas, R. 2007. Espacio basura. Barcelona: Gustavo Gilli.

martes, 5 de abril de 2011

TITULARES #5 ABRIL 2011

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>La imagen de fondo de esta edición es de Mirnelia Castillo. Serie: Texturas urbanas

    Paisajes en proceso. El interés del arte por la autoconstrucción

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    EL RECORRIDO DESPLEGADO POR EL ARTE en la segunda mitad del siglo XX puso la mirada en aquellas estructuras de análisis, representación, y producción encargadas de comprender los espacios urbanos y naturales como materia prima para el proyecto, codificando sus datos a través de procesos creativos que encontraron su campo de acción en el paisaje. Hubo un cambio de paradigma: los artistas salieron de los límites del museo y del interior de su disciplina, tras la búsqueda de espacios con contenidos cada vez más distintos, transgresores de una concepción estética, menos convencional, más espontánea, menos evidente y más autónoma.
       Esta inversión de valores hizo que muchos encontraran en las estructuras de borde su mayor estimulación, aquellas marcas de la ciudad donde los procesos de degradación y transformación representaban un hecho tan inevitable como interesante, lejos de la producción elitista del especialista. Aquellas en las que las realizaciones del hombre común, inmerso en su cotidianidad, construían el paisaje de su propio hacer, y que los artistas —con más entusiasmo que ironía— empezaban a reconstruir.
        Robert Smithson despertó el interés por estas estructuras, uno de los primeros en descubrir los procesos de destrucción y renovación que podía vivir la arquitectura, a partir de la intervención de los usuarios dentro de un hacer liberado del proyecto, marcado por la improvisación, ingenuidad y progresividad de las operaciones, siempre inacabadas, siempre en transformación. Este artista de nacionalidad norteamericana, viajó en 1969 desde su residencia en Manhattan a un hotel en la península de Yucatán y ahí se encontró con este edificio: una estructura casi en ruinas por un lento proceso de degradación. Al hospedarse empezó a descubrir con asombro las columnas sin techo, los pasillos sin destino, los materiales de construcción arrumbados por todas partes, una “arquitectura desarqueturizada”, donde se hacía imposible determinar cómo comenzó, pero, sobre todo, cuándo o cómo terminaría su construcción.
        El artista, alucinado, recoge fotografías mostrando el ciclo de decadencia y renovación atravesada por el edificio tras las continuas reformas que sus dueños acometían contra él. La naturaleza y las interacciones del ambiente deterioran las estructuras progresivamente, mitigando su integridad, pero proporcionándole una nueva identidad, una identidad tan fuerte como la que Smithson descubrió en el Hotel Palenque, pero que nosotros cotidianamente encontramos en el paisaje de nuestras ciudades latinoamericanas.

    El lugar está allí

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    CONSTRUIR EN UN LUGAR con mucha identidad siempre resulta un gran compromiso. Allí, la preexistencia de la arquitectura siempre estará definida por un conglomerado de imágenes, costumbres y modos que —juntos— conforman la memoria del lugar. El proyecto tiene, entonces, la labor de mediar entre memoria y tiempo: establecer el vínculo entre lo existente y lo que vendrá a partir de su inserción, transformar sin romper la continuidad, edificar lo nuevo y diluir sus límites en el contexto.
        La arquitectura blanca de Aires Mateus es mucho más que un tema meramente formal. Puede que las fotos nos resulten estériles, pero en ellas se aprecia su sensibilidad y el respeto por el lugar. Los edificios no se conforman con adaptarse o repetir aquello que los rodea, sino que construyen o complementan el paisaje, se convierten en objetos necesarios, pertenecen al contexto y el contexto les pertenece ellos. El manejo de la forma se hace en función de establecer nuevas relaciones con aquello que los rodea, sin hacer demasiado énfasis en el uso. Las intenciones con respecto a la preexistencia son claras y se expresan con formas simples pero contundentes: no hay adornos, nada sobra, la arquitectura se limita a un trabajo de volúmenes y superficies.
        Cada proyecto explora y responde de manera distinta a las condiciones del lugar. Pero, aunque es un elemento fundamental para la concepción de la idea, no la legitima. El objeto se justifica en sí mismo, en su capacidad para formalizar su lectura abstracta del entorno, en la manera de apropiarse y transformar el paisaje. El lugar está allí: está antes que el proyecto y es independiente de él. El proyecto, por su parte, no existe sin un lugar y de allí su cuota de dependencia. Pero esta dependencia no consiste en sublimarse ante la preexistencia sino en la capacidad de hacer una interpretación crítica de ella. Para Aires Mateus cada edificio es una hipótesis de futuro.

    Iwan Baan: no todo es tan perfecto como nos lo pintan

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    UNO DE LOS ASPECTOS QUE MÁS SORPRENDEN al visitar la página web www.iwanbaan.com, site del fotógrafo holandés Iwan Baan, es que muchas de las fotos de su página ya las hemos visto en importantes revistas impresas y digitales de arquitectura. Su cartera de clientes van desde la oficina SANAA (ganadores este año del Premio Pritzker de Arquitectura) hasta iniciativas sociales en África.
        Entrar a su página es entrar a un catálogo de arquitectura de moda contemporánea. Pueden encontrarse los proyectos recientemente más publicados, hasta tal punto que las oficinas de moda dentro de la arquitectura tienen una sección allí y es convocado constantemente para que —con sus ángulos y momentos cuidadosamente escogidos—intente dar a estas obras un sentido más humano, restándole la sensación de objeto aislado como habitualmente están concebidos estos abordajes.
        Baan ofrece puntos de vista impresionantes, los cuales serían imposibles de apreciar en un proyecto desde la calle y su contexto: desde un helicóptero nos demuestra lo fragmentado con respecto a la ciudad de estas arquitecturas. También en su fotografía podemos notar siempre la escala humana y cómo se vive el edificio con la presencia de personas comunes, trabajadores, usuarios, sin el remordimiento de delatar más allá que el objeto arquitectónico. Es un paso importante en comparación con aquella típica, tradicional y descontextualizada manera de fotografías edificios: sin personas, sin escalas, sin autos, sin nada que pudiera delatar o relacionar la imagen con una época, momento o situación.
        Aún existe una brecha distante para que la fotografía retrate verdaderamente los edificios como de verdad funcionan, como de verdad se ven día a día. Llenos de gente, a veces sucios, llenos de ruido producido por los elementos circundantes, en fin, no tan perfectos como nos lo pintan.

    El caso Medellín (II)


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    II. AYER MEDELLÍN. HOY MONTERREY. MAÑANA, LO MÁS SEGURO ES QUE QUIÉN SABE. Puede decirse que el éxito de la experiencia de Medellín radica en el encuentro de voluntad política, una gestión eficiente y la capacidad de planificar comprendiendo la realidad y consciente de los problemas de la ciudad y de sus habitantes. Pero, ¿se puede hablar de ciudades “exitosas”? Es una pregunta difícil de responder, sobre todo en Latinoamérica, donde el 30% de la población vive en asentamientos informales, y cuyas ciudades esperan absorber para el 2030 el 80% de la población total. Además, donde los índices de inequidad social, violencia y segregación pertenecen a los más altos del planeta, particularmente en Colombia donde el cataclismo político que siguió al asesinato de Gaitán, el narcotráfico y el paramilitarismo han dejado enormes heridas sociales. Los que tengan algo de memoria recordarán los episodios de violencia ocurridos en Cali o Medellín en las décadas de los 80 y 90, cuyo saldo en las ciudades fue desinversión, ineficiencia en los servicios, abandono del espacio público por la inseguridad, segregación social, guetos, anarquía...
        Ya conocemos el desenlace: Bogotá, Medellín y otras ciudades colombianas obraron el milagro de ganarle a la violencia, desarrollar un modelo eficaz de planificación y gestión urbana, y mostrarle a la industria cultural un sobresaliente portafolio de buena arquitectura.
        Sin hablar del retocado happy ending —y, sobre todo, de nuestra supina ignorancia de la historia política de Colombia—, situemos la reflexión en otro ámbito: el temporal. Un amigo emigrado a Chile hace algunos años comparaba el estado actual de Caracas con el de Santiago hace treinta años —y viceversa—, por lo que recomendaba a los chilenos más jóvenes que viajaran a Caracas… ¡para ver cómo sería su ciudad en el futuro! Dejando a un lado el sarcasmo, un hecho resulta cierto: tendemos a valorar los aciertos de experiencias urbanas, olvidando el carácter a veces fenoménico y transitorio de algunos de estos procesos.
        ¿Me creerá alguien si le digo que hace pocas décadas Monterrey era un modelo a seguir por las transformaciones urbanas y la calidad de su producción arquitectónica? Pues, hoy en día, Monterrey es lo que Medellín hace veinte años. Al parecer, el fenómeno de la deslocalización es común a las transnacionales y al crimen organizado.
        ¿Quién ha caminado recientemente por la ampliación olímpica de Barcelona, o por la Expo de Sevilla? El fantasma de la crisis recorre Europa… para no olvidar a Eco, somos —más que nunca—apocalípticos e integrados. Dirían los nostálgicos: “al menos quedan las fotos”.

     Ver: El caso Medellín (I)