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por Javier Cerisola
DESTRUIR PARA HACER no es cosa nueva. La historia de la Arquitectura y la ciudad está llena de ejemplos conocidísimos y notables. Destruyó Haussmann y creo que el episodio histórico cancelado no se llora, ni tiene dolientes en Paris. Destruyó Villanueva, por aquí más cerca y en menor escala, una casa de Guinand Sandoz para hacer Caoma y huelga decir que no lo lamentamos.
Lo que pasa es que los tiempos han cambiado y han surgido ideologías y sentidos de pertenencia distintos que han hecho aparecer mecanismos cada vez más serios y estrictos que obligan, además por ley en casi todo el mundo, a pensar y sopesar muy bien la decisión de sustituir un edificio por otro, máxime tratándose de uno bueno, relativamente sano y salvable.
Cuando la decisión se toma, por las razones que sea, valederas o no, y se decide tal reemplazo, lo mínimo que debería suceder es que el usurpador iguale o supere a su antecesor. No basta ponerle el mismo nombre y negado jugar a las analogías formales con el difunto. Eso es retórica simple y oportunista.
Hay que resarcir el daño y aprovechar la oportunidad que en el fondo este trae consigo, para levantar una arquitectura que encuentre en el lugar –entendido como clima, cultura y condición tropical en nuestro caso– y en el reto adicional que trae tan particular origen, las claves de su calidad.
Todo edificio es objeto cultural, eso no está en duda. Reconocido colectivamente o no, es susceptible de engrosar la lista de bienes “patrimoniales” –como decimos ahora– si por alguna razón determinadas variables representadas en él son iluminadas y valoradas repentinamente por ciertas circunstancias culturales y elevadas por tanto a la categoría de preservables. Estamos lejos, por ahora, y creo que será muy difícil que suceda, de que el nuevo edificio Galipán de la avenida Francisco de Miranda, empaquetado en cuanto cliché de moda tecnológica hay, y erigido sobre el polvo y las cenizas del otro, el diáfano y elegante de los cincuenta, catalogue para ese reconocimiento.
Lo que pasa es que los tiempos han cambiado y han surgido ideologías y sentidos de pertenencia distintos que han hecho aparecer mecanismos cada vez más serios y estrictos que obligan, además por ley en casi todo el mundo, a pensar y sopesar muy bien la decisión de sustituir un edificio por otro, máxime tratándose de uno bueno, relativamente sano y salvable.
Cuando la decisión se toma, por las razones que sea, valederas o no, y se decide tal reemplazo, lo mínimo que debería suceder es que el usurpador iguale o supere a su antecesor. No basta ponerle el mismo nombre y negado jugar a las analogías formales con el difunto. Eso es retórica simple y oportunista.
Hay que resarcir el daño y aprovechar la oportunidad que en el fondo este trae consigo, para levantar una arquitectura que encuentre en el lugar –entendido como clima, cultura y condición tropical en nuestro caso– y en el reto adicional que trae tan particular origen, las claves de su calidad.
Todo edificio es objeto cultural, eso no está en duda. Reconocido colectivamente o no, es susceptible de engrosar la lista de bienes “patrimoniales” –como decimos ahora– si por alguna razón determinadas variables representadas en él son iluminadas y valoradas repentinamente por ciertas circunstancias culturales y elevadas por tanto a la categoría de preservables. Estamos lejos, por ahora, y creo que será muy difícil que suceda, de que el nuevo edificio Galipán de la avenida Francisco de Miranda, empaquetado en cuanto cliché de moda tecnológica hay, y erigido sobre el polvo y las cenizas del otro, el diáfano y elegante de los cincuenta, catalogue para ese reconocimiento.
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