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AUNQUE A MANUEL DELGADO, autor de El animal público (1999) y de otros ensayos sobre la cultura contemporánea, no le gusta el término de películas urbanas —pues admite que, de una manera u otra, cualquier film de hoy día lo es—, quienes seguimos de cerca este campo cruzado de la arquitectura y el cine nos seguimos dando permiso para identificar así a aquellas películas que, por su sensibilidad frente espacio y sus determinaciones, resultan de especial interés para alimentar y afinar nuestra comprensión del espacio arquitectónico y de la ciudad.
En ese sentido, El origen [Inception, 2010] no es propiamente una “película urbana” —o lo sería sólo a medio camino—, ya que, como las otras películas del británico Christopher Noland, se interesa y posa en cambio firmemente en el inefable terreno del subconsciente y de la metarrealidad. Como temprano colofón de una obra que ha conseguido importantes hitos en Memento (2000), Insomnia (2002) y El Caballero de la noche [The Dark Knight, 2008], Nolan propone en este nuevo filme una especie de colonización o replanteamiento del espacio onírico, al cual ha conseguido atrapar ahora como locación de una trama frenética. Allí, en el territorio de los sueños, la ciudad se desgarra continuamente, sus fachadas se desploman y el espacio edificado, referenciado en la realidad-real, está continuamente sujeto a la abrasión, al oleaje agresivo y a las explosiones súbitas.
El protagonista de la historia, un tal Cobb, transita por el mundo de metrópolis reales —Seúl, Mombasa, Buenos Aires, París, Sidney— como un legendario Dr. Kimble de El fugitivo, huyendo de la justicia por un crimen que no cometió. Lo hace como furtivo especialista en robar información desde los recónditos rincones del subconsciente a través de la invasión de los sueño de sus víctimas, para venderla al mejor postor. Tiene ahora la posibilidad de redimir sus culpas y de volver a su casa, en California, con sus pequeños hijos…. lo que más añora. Puede hacerlo si comete un último crimen, pero en reverso: esta vez, en lugar de extraer información, debe inyectar (de allí viene el título original en inglés, inception) una idea en la mente de una nueva víctima, el joven Fisher, heredero de una gran corporación, para orientar una decisión crucial.
Puede parecer un argumento sencillo en el mundo de la ficción cinematográfica (donde, según Edgar Morin, el hombre ha alcanzado su mayor grado de libertad expresiva), pero esta operación, la de llevar a cabo un acto de incoación, de infiltración del libreto de los sueños, requiere la planificación y participación de todo un equipo y del diseño cuidadoso de las locaciones sucesivas a donde pueda llevarnos. Además de expertos en alta tecnología y en estrategias de asaltos, alquimistas africanos y una buena fuente de recursos reales (alguien que pueda comprar toda una aerolínea para asegurar cupo para todo el equipo en el vuelo durante el cual el joven víctima será inducida a soñar), el papel de Ariadne, la joven y brillante arquitecta que Cobb contacta en París, resulta clave en el relato de Nolan. Ella tiene que oponer un mundo idealizado y bajo control a aquél de desplazamientos caóticos que suele ofrecer el sueño libre. Lo que en esta historia se proponen inducir tiene que proveer una salida a tiempo para tratar de evitar que los participantes de esta gesta colectiva “mueran en acción”. Morir en un sueño, Cobb lo sabe por experiencia, significa habitar por siempre en el “limbo”, sin una posibilidad de reconexión con el mundo real.
El laberinto, aquel espacio intrincado que sólo puede habitarse en tránsito incesante y cuya salida sólo es posible por el constante desafío a la lógica, es el formato ideal para la locación de esta aventura. En el diseño que Ariadne ejecuta con máximo cuidado y expresa en planos y maquetas convencionales, cuatro locaciones o “niveles” constituyen la escena laberíntica de los sueños sucesivos (sueños dentro de sueños) donde se desarrollará la misión. Ésta se lleva a cabo en arreglo al guión trazado por los hermeneutas de los sueños: después de transitar por las calles previsibles de una ciudad real, por un hotel de lujo y por una fortaleza entre las nieves —lugares donde se está sin saber cómo se llega— el cuarto “nivel” es la ciudad distópica y fría, ordenada a lo “Plan Voisin”, que antecede a la resolución de la trama. Esta urbe sin gente, sembrada de paralelepípedos y cruzada por lacerantes autopistas, se ha poblado también —a despecho de la arquitecta— de caprichosas formas extraídas de la experiencia terrenal de los recuerdos de Cobb, cuya angustia existencial domina la operación colectiva de transgresión del subconsciente: la casa familiar de la familia de su mujer se planta, como la decrépita choza de Rotwang en la Metrópolis de Fritz Lang, para oponer un ruido terrenal a las formas atrevidas de la imaginación.
Pero esto no es sino señales de un dominio en estertores: el ambiente aséptico de la ciudad diseñada — donada por la arquitectura, opuesta al caos— provee contra todas las apuestas, una plataforma para la resolución final del conflicto esencial de la trama. Es ella, imprevistamente la escena de salida del drama personal que, después de tantas explosiones y peligros por todo el mundo, solo se sana con la llegada, por la puerta trasera de una casa de suburbio, al entrañable abrazo familiar. Sólo que, a la manera del final de Blade Runner, con la huida hacia delante en medio de un paisaje paradisíaco, aquí volvemos a ignorar si se trata de un retorno del sueño a la realidad. O si es, en cambio, todo lo contrario…
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