lunes, 25 de abril de 2011

REFLEJAR / DESAPARECER. Arquitectura y paisaje a través del cristal

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LA ARQUITECTURA Y EL PAISAJE son un binomio ciertamente extraño de difícil balance, pues en la medida en que toma presencia alguno siempre es en menoscabo del otro. Hay en paisaje urbano, por ejemplo, un constructo que en el mejor de los casos pretende proteger nuestra vida —muy humana— de la inmensidad del paisaje-territorio. Nos crea un mundo artificial distinto del natural, un límite, un adentro y un afuera. Sin embargo, en la medida en que el proceso de urbanización civilizatoria se ha ido consolidando a escala planetaria, mucho del paisaje-territorio ha quedado adentro, pasando a integrar lo que se ha dado por llamar, el ‘paisaje ordenado’.
    Pero no podemos dejar de ser seres naturales, seres inevitablemente ligados a la naturaleza, tampoco nuestro entorno artificial puede sustraerse de las condiciones ambientales. A veces, al hacer Arquitectura aprendemos del paisaje y logramos un equilibrio magnífico entre ambos; pero otras muchas, no tanto. En todo caso, el paisaje no tiene nada que aprender de la Arquitectura.
    Sin embargo, aún quedan fragmentos del paisaje-territorio que podemos evocar dentro del gran paisaje-ordenado. Por ejemplo, en la Puerta de nubes, de Anish Kapoor, el 80% de su superficie refleja el hermoso cielo de Chicago, la ciudad del viento, pero siempre bajo la tutela del skyline de la ciudad, tanto o más famoso que su cielo. La Serpentine Gallery Pavillion, de Sejima y Nishizawa, otro ejemplo, es una hermosa nube temporal de metal que no refleja al cielo: lo fragmenta con los reflejos del suelo que la ancla. Jean Nouvel incorpora un cedro del Líbano, Arbol de Libertad, plantado por Chateaubriand en 1823 al evanescente diseño de su Fundación Cartier, pero le coloca, contradictoriamente, dentro de una maceta. La doctora Edith Farnsworth demandó a Mies van der Rohe —de lo que se hizo eco una revista con el nombre de House beautifull— por exceso de exposición al paisaje. La tumba en Piribebuy de Solano Benítez, a mi juicio el más honesto y profundo, trata el tema con mucha gracia al representar el origen de toda esta historia y demarcar sutilmente un territorio: establecer un límite, un adentro en un afuera.
    Cuando Alicia, el personaje de Lewis Carroll, vence su reflejo y traspasa el espejo en Through the looking-glass, descubre para su tranquilidad que con ella también están todos los objetos de la habitación. No es sino pasado un tiempo cuando nota, sin embargo, que hay algo distinto en ellos: algunos tienen vida. Todos los ejemplos citados anteriormente tienen —todos— algo en común, aparte de buena publicidad: explotan esa cualidad transparente, reflejante y cambiante del cristal, pero también en ellos cobran vida algunos ideales y algunos ídolos.
    No hace ni un siglo atrás, Paul Scheerbart anunciaba la necesidad y el comienzo de una etapa superior de nuestra cultura, ligada casi exclusivamente a una arquitectura de cristal (Glasarchitektur,1914), llamada a materializar los ideales de una sociedad más igualitaria. De allí que la cualidades del cristal comenzaran a representar para muchos arquitectos los ideales de libertad, transparencia y, ¿por qué no?, democracia. Pero llegó el día en el que las corporaciones se apropiaron del cristal y aquellos ideales se desvanecieron. Cambiante, como es el reflejo, llegó a asociarse con poder y estatus: los ideales se transformaron en ídolos. No hay sino que pasearse por Caracas para constatar lo que aquí expongo. Cuando esto sucede con la arquitectura ésta se separa del paisaje y cae, inevitablemente, en la tentación de la hipocresía y la superficialidad.

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