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por Guadalupe Tamayo
HOY POCOS EDIFICIOS establecen una relación entre arquitectura y paisaje como la abadía Benedictina de Güigüe, el último proyectado por Jesús Tenreiro Degwitz. En esta edificación que se apodera con gran maestría del paisaje circundante, Tenreiro dejó plasmada un alma para el edificio: “el claustro”, que como corazón latiente le da vida y articula todo el proyecto desde el punto de vista estructural, formal y funcional.
La topografía existente era irregular y con variaciones de altura considerable, con lo que la implantación de edificio era toda una proeza. Jesús Tenreiro tomó este desafío como punto de arranque del edificio, el cual se posa sobre el terreno creando una interdependencia mutua del exterior y el interior. El paisaje existe porque allí está la Abadía como huella inconfundible del hombre.
Una solicitud hecha al arquitecto por los monjes fue que el edificio se desarrollara en un solo nivel, para evitarle a los sacerdotes de mayor edad subir y bajar escalinatas. Jesús Tenreiro se propuso también que se le imprimiera al edificio el lema de la institución: ora et labora, es decir, reza y trabaja. Por todos esos detalles el monasterio de Güigüe está lleno de amor y de poesía, que se despliega por toda la edificación y se manifiesta en el manejo incuestionable de su funcionalidad, firmeza y belleza, pero sobre todo porque el arquitecto supo atrapar el genius loqui existente en el lugar, la magia del sitio.
El edificio originalmente fue pensado por Jesús Tenreiro como una cruz que se implantaba en el lugar, a partir de un estudio profundo de la vida de los monjes, y del análisis de los posibles recorridos que ellos deberían hacer diariamente. Estos son los aspectos que generan la idea de la edificación como representación de una esvástica, forma que permite encerrar un centro con cuatro brazos, los cuales se dinamizan a través del claustro, al tiempo que este último constituye el centro y el corazón del complejo.
El edificio podríamos decir que es como un gran barco secreto y oculto en la montaña. No se ve desde el pueblo de Güigüe. Los brazos de la cruz se encuentran flotando sobre el terreno y lo único que los sujeta a la tierra es “la oración”, representada por su “claustro” (corazón) y por “la iglesia” (cabeza), que como ancla lanzada desde el cielo fija de manera perfecta la construcción al territorio, apropiándoselo.
La Abadía es una pequeña ciudad dentro de un lugar favorecido por la naturaleza, que se arma por el cruce de dos ejes: el Norte-Sur, dominado por la oración y el trabajo, y el Este-Oeste, marcado por la permanencia y silencio de las celdas de los monjes y la hospedería. El brazo de las celdas de los monjes tiene la vista privilegiada del Lago de Valencia; su brazo opuesto, el de las habitaciones de los huéspedes, se orienta hacia un bosque frondoso, con variadas especies vegetales y fauna.
La forma del edificio contribuye con la atmósfera de paz y silencio que debe reinar en un lugar dedicado a la oración. Los monjes, además del hospedaje y comodidades necesarias, brindan la paz y la tranquilidad para que el huésped pueda encontrarse consigo mismo. La edificación, por su lado Norte, contacta con el exterior a través de un espacio intermedio —o Nártex— que se conecta a una plazoleta de acceso a la iglesia, desde donde se puede admirar el paisaje dominado por la presencia del Lago de Valencia. Alrededor del edificio se conformó una serie de planos inclinados de topografía modificada, con leves pendientes de grama, que le da realce al conjunto. También frente al comedor y la cocina se puede disfrutar de un gazebo, en una plataforma jardín que vincula el piso noble del edificio con las escalinatas que bajan al terreno firme desde donde, por caminos articulados entre la vegetación del bosque, se llega al lugar donde reposan los monjes fallecidos, entre los cuales está el Padre Otto Lohner, personaje clave en la concepción y realización de esta maravillosa obra.
Dicen que una obra maestra de arquitectura es viable si se dan tres condiciones ideales: un excelente arquitecto, un cliente oficioso y un constructor eficiente. Alabemos a Dios porque en esta edificación se cumplieron a cabalidad estas tres condiciones, dejando como resultado una invalorable herencia para la Venezuela de hoy y del mañana.
La topografía existente era irregular y con variaciones de altura considerable, con lo que la implantación de edificio era toda una proeza. Jesús Tenreiro tomó este desafío como punto de arranque del edificio, el cual se posa sobre el terreno creando una interdependencia mutua del exterior y el interior. El paisaje existe porque allí está la Abadía como huella inconfundible del hombre.
Una solicitud hecha al arquitecto por los monjes fue que el edificio se desarrollara en un solo nivel, para evitarle a los sacerdotes de mayor edad subir y bajar escalinatas. Jesús Tenreiro se propuso también que se le imprimiera al edificio el lema de la institución: ora et labora, es decir, reza y trabaja. Por todos esos detalles el monasterio de Güigüe está lleno de amor y de poesía, que se despliega por toda la edificación y se manifiesta en el manejo incuestionable de su funcionalidad, firmeza y belleza, pero sobre todo porque el arquitecto supo atrapar el genius loqui existente en el lugar, la magia del sitio.
El edificio originalmente fue pensado por Jesús Tenreiro como una cruz que se implantaba en el lugar, a partir de un estudio profundo de la vida de los monjes, y del análisis de los posibles recorridos que ellos deberían hacer diariamente. Estos son los aspectos que generan la idea de la edificación como representación de una esvástica, forma que permite encerrar un centro con cuatro brazos, los cuales se dinamizan a través del claustro, al tiempo que este último constituye el centro y el corazón del complejo.
El edificio podríamos decir que es como un gran barco secreto y oculto en la montaña. No se ve desde el pueblo de Güigüe. Los brazos de la cruz se encuentran flotando sobre el terreno y lo único que los sujeta a la tierra es “la oración”, representada por su “claustro” (corazón) y por “la iglesia” (cabeza), que como ancla lanzada desde el cielo fija de manera perfecta la construcción al territorio, apropiándoselo.
La Abadía es una pequeña ciudad dentro de un lugar favorecido por la naturaleza, que se arma por el cruce de dos ejes: el Norte-Sur, dominado por la oración y el trabajo, y el Este-Oeste, marcado por la permanencia y silencio de las celdas de los monjes y la hospedería. El brazo de las celdas de los monjes tiene la vista privilegiada del Lago de Valencia; su brazo opuesto, el de las habitaciones de los huéspedes, se orienta hacia un bosque frondoso, con variadas especies vegetales y fauna.
La forma del edificio contribuye con la atmósfera de paz y silencio que debe reinar en un lugar dedicado a la oración. Los monjes, además del hospedaje y comodidades necesarias, brindan la paz y la tranquilidad para que el huésped pueda encontrarse consigo mismo. La edificación, por su lado Norte, contacta con el exterior a través de un espacio intermedio —o Nártex— que se conecta a una plazoleta de acceso a la iglesia, desde donde se puede admirar el paisaje dominado por la presencia del Lago de Valencia. Alrededor del edificio se conformó una serie de planos inclinados de topografía modificada, con leves pendientes de grama, que le da realce al conjunto. También frente al comedor y la cocina se puede disfrutar de un gazebo, en una plataforma jardín que vincula el piso noble del edificio con las escalinatas que bajan al terreno firme desde donde, por caminos articulados entre la vegetación del bosque, se llega al lugar donde reposan los monjes fallecidos, entre los cuales está el Padre Otto Lohner, personaje clave en la concepción y realización de esta maravillosa obra.
Dicen que una obra maestra de arquitectura es viable si se dan tres condiciones ideales: un excelente arquitecto, un cliente oficioso y un constructor eficiente. Alabemos a Dios porque en esta edificación se cumplieron a cabalidad estas tres condiciones, dejando como resultado una invalorable herencia para la Venezuela de hoy y del mañana.
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