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El uso religioso fue significativo en Caracas a lo largo del período colonial y, especialmente, en el siglo XVIII, debido a la conjunción de diversos motivos que partieron siempre de un principio común: la importancia de la creencia y la fe en el sentir de la gente de la época.
La parcela de poder correspondiente a la Iglesia Católica no sólo implicaba la ocupación de la ciudad desde el punto de vista de su expansión horizontal, también lo hacía en el horizonte vertical. Y es que las construcciones más destacadas de esa Caracas eran precisamente las iglesias, cuyas fachadas, incluyendo sus campanarios, alcanzaban alturas generalmente equivalentes a más de dos pisos, en un contexto en el que las edificaciones vecinas contaban con uno solo.
Eso significa que dicha religión tuvo también la posibilidad cierta de impactar, desde el punto de vista volumétrico, a una ciudad de construcciones bajas, en la que levantar los ojos hacia el cielo siempre podía brindar la visión de un campanario, bien fuese en forma de torre, bien en forma de espadaña. Las donaciones de numerosos particulares fueron aportes significativos para la compra de los materiales necesarios a la hora de construir las iglesias, mientras que el aporte voluntario de mano de obra ayudó a completar la edificación definitiva de algunas de ellas, como ocurrió, por ejemplo, con la de Nuestra Señora de Altagracia.
La obra pictórica Nuestra Señora de Caracas[i] muestra esa panorámica en la que se aprecia como, sobre los techos rojos característicos de las casas, resalta claramente el papel de hitos constructivos que representaron las iglesias Catedral, San Mauricio y Nuestra Señora de La Candelaria por sus elevaciones verticales, probablemente exageradas en la representación.
Singular importancia han de haber tenido igualmente las construcciones correspondientes a los conventos. Espacios que abarcaban grandes áreas parcelarias, los de religiosas ofrecían a la calle fachadas convenientemente cerradas, sin más vanos que los correspondientes a las puertas y ventanas estrictamente necesarias, detrás de las cuales toda una dinámica se desarrollaba diariamente entre las múltiples dependencias que los componían: habitaciones, cocinas, comedores y, por supuesto, sus capillas, esas que, como ya se señaló, estaban vedadas a los habitantes de Caracas.
Las instalaciones conventuales destinadas a religiosos, por su parte, se supone que se distribuían en espacios internos similares a los de las monjas pero, a diferencia de estos últimos, sí presentaban hacia la calle unas puertas de acceso a las iglesias a las que se hallaban adosadas, ya que a estas si podía acudir toda la población, como ocurría con las iglesias de los dominicos y franciscanos, por ejemplo.
La construcción de capillas en las áreas periféricas con el fin de facilitar a sus habitantes la asistencia a los oficios religiosos sin que justificasen sus ausencias alegando la lejanía del núcleo central, significó, de parte de la Iglesia como institución, la injerencia, indirecta, en el crecimiento espacial de Caracas. Así, a la edificación de las capillas de la Divina Pastora y de Santa Rosalía, por ejemplo, siguió la ocupación continua de las zonas aledañas, forzando a la ciudad a crecer hacia espacios yermos y desocupados que se constituyeron prontamente en barrios, cuyos habitantes, dotados de una especie de sentido de la territorialidad y de lo que podía significar la ciudadanía, comenzaron entonces a exigir la construcción de puentes, la extensión del servicio de agua o la reparación de calles. Con ello dichas zonas comenzaron a incorporarse, progresivamente, al resto del área más consolidada de Caracas.
La religión, además, no sólo se circunscribió a los volúmenes arquitectónicos permanentes para imponer su presencia, ya que también lo hizo con la construcción eventual de dispositivos de arquitectura efímera como los altares, suerte de hitos de escala reducida, así como a partir de la generación de una nomenclatura para las calles; con esas acciones trataba de asegurar la apropiación, visual y espiritual, de los espacios públicos, de modo que la omnisciencia de la Iglesia fuese innegable.
Puede señalarse entonces que, como actividad, la religiosa ocupó desde porciones de manzanas hasta manzanas completas de superficie espacial; definió un perfil volumétrico significativo para la ciudad e, incluso, llegó a apropiarse temporalmente, desde el punto de vista nominal y funcional, de áreas de uso público como calles y plazas. La frecuencia de dicha apropiación sólo dependió del celo de los dirigentes de la Iglesia y de la propia devoción de los feligreses; la arraigada fe católica de los funcionarios del gobierno permitió esta situación en la que lo terrenal y lo sublime se dieron la mano.
[i] Fuente de imagen: Meneses, Guillermo, Libro de Caracas, Caracas, Concejo Municipal del Distrito Federal, 1972, p. 113
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